El fracking es una apuesta de alto riesgo, que requerirá una planeación y ejecución perfecta para minimizar los daños.
La fractura hidráulica o fracking requiere entre 7.5 y 30 millones de litros de agua para explotar cada pozo de petróleo shale. Hoy México tiene sólo 25 pozos de este tipo. Si quisiéramos igualar los 5,400 pozos que ahora explota Estados Unidos, se requeriría una cantidad de agua equivalente a 27% del consumo anual de México.
¿De dónde saldrá el agua para explotar las enormes reservas de gas y petróleo? Los senadores no dieron respuesta a esta cuestión mientras discutían y aprobaban la reforma energética. En su entusiasmo por el fracking, está implícita la premisa de que lo más importante es acceder al tesoro enterrado: en el subsuelo se encuentran las sextas reservas de gas shale del planeta y una cantidad de petróleo que es mayor al que se ha extraído del subsuelo desde que la industria petrolera nació en México, en pleno porfiriato.
Los estados donde se encuentran las grandes reservas shale son también algunas de las entidades que más padecen la escasez de agua. ¿Cómo resolveremos este dilema? Los grupos defensores del medioambiente han prendido la señal de alerta. Sin descartar ninguno de sus argumentos, quiero destacar que también hay un asunto económico por resolver. La economía es la ciencia que se ocupa de ponderar las alternativas que se presentan de cara a la escasez. Por eso, el fracking es un asunto económico hasta la médula. No tenemos agua para explotar plenamente las reservas de petróleo y gas no convencional, si pretendemos al mismo tiempo abastecer las necesidades de la población humana y, además, dar de beber a los hatos ganaderos que se encuentran en el norte del país.
¿Fracking, personas o ganado? Parece el slogan de una pancarta, aunque sólo es la simplificación del dilema que enfrentamos. No podemos hacer cuentas alegres, porque los recursos hidráulicos no dan para tanto. Podemos empezar a explotar el shale y con el dinero que se obtenga se podrían financiar proyectos hidráulicos similares a los que están haciendo los árabes en el Medio Oriente: grandes plantas para desalinizar el agua del mar y acueductos para transportarla a los centros de población. Si ése es el plan, ¿por qué no dejarlo claro desde los textos legislativos y etiquetar recursos?
El fracking es una apuesta de alto riesgo que requerirá una planeación y ejecución perfecta para minimizar los daños potenciales. Sus efectos son tan difíciles de controlar que algunos países han preferido hacer una moratoria en la explotación, hasta no tener una solución de bajo riesgo: es el caso de Francia, Alemania, Irlanda, Holanda y algunas zonas de Estados Unidos. La República de Sudáfrica se movió en sentido contrario. Dijo sí al fracking. Decidió que no podría darse el lujo de despreciar ingresos potenciales por 20,000 millones de dólares y 750,000 puestos de trabajo.
México no es tan rico como los países europeos que prohibieron el fracking, ni tan pobre como Sudáfrica, ¿podrá encontrar un justo medio? El impacto ecológico del shale es enorme e imposible de ocultar. Además del consumo del agua, libera grandes cantidades de gases de efecto invernadero e incrementa la actividad sísmica.
No tiene por qué hacerse realidad el peor de los escenarios, pero tampoco hay que hacerse ilusiones de que todo ocurrirá del mejor modo en el mejor de los mundos. ¿Quién supervisará que la explotación del shale cumple los más altos estándares? ¿quién revisará que no hay simulación? Sólo pido una cosa: que no sea una comisión legislativa, por favor.
lmgonzalez@eleconomista.com.mx