Es innegable que los conflictos ambientales son cada vez más frecuentes en el país. Las redes sociales están inundadas de campañas que tienen el objetivo de frenar el creciente deterioro ambiental de nuestro territorio. Basta con mencionar algunos ejemplos recientes como Cabo Pulmo, Holbox, Dragon Mart, la ampliación del Puerto de Veracruz, los proyectos mineros en Baja California Sur, el acueducto en territorio Yaqui, la presa hidroeléctrica Las Cruces en Nayarit, el cambio de categoría de protección del Nevado de Toluca, la construcción de autopistas en Chiapas y las autopistas urbanas en la Ciudad de México para darse cuenta de que sin importar el tipo de proyecto ni su ubicación geográfica existe un gran descontento social alrededor de ellos. Estos conflictos están acompañados de una violación sistemática de los derechos humanos, la expropiación de territorio, la exclusión de la participación de los pobladores locales, gravísimos impactos ambientales y del menosprecio de las opiniones de organizaciones de la sociedad civil y de científicos. Además generan un desgaste continuo en el tejido social de nuestro país, por lo que resulta evidente que la situación debe cambiar urgentemente.
Es natural pensar que lo que hace falta es un instrumento ideal de política ambiental cuyo objetivo sea prevenir, mitigar y restaurar los daños al ambiente, así como la regulación de obras o actividades para evitar o reducir sus efectos negativos en el ambiente y en la salud humana. Además, que a través de este instrumento se planteen opciones de desarrollo que sean compatibles con la preservación del ambiente y manejo de los recursos naturales. El problema es que este es exactamente el instrumento con el que contamos actualmente: las famosas Manifestaciones de Impacto Ambiental (MIA) (1). Desde hace más de 30 años se han elaborado estas MIAs y aun así es evidente que la devastación ambiental va en aumento en conjunto con los conflictos sociales que acarrea. Entonces, ¿Qué está pasando?
Para entenderlo, podemos analizar la absurda idea de construir un aeropuerto y un nuevo centro poblacional encima del Lago de Texcoco. Todo empieza con un interesado, en este caso el Gobierno Federal, que tiene la intención de construir una obra faraónica que repentinamente mejorará la crítica situación de nuestro país. Para poder realizar este proyecto necesita elaborar una MIA (2), para lo cual debe contratar a una consultoría ambiental. Pero, ¿qué consultoría contratar? Pues aquélla que justifique que el proyecto es tan rentable, tan sustentable y tan ambientalmente viable que será autorizado por la SEMARNAT. Y entonces surge la genial idea de elegir a “Especialistas Ambientales, S.A. de C.V” cuyo Socio Director fuera Rodolfo Lacy Tamayo, actualmente Subsecretario de Planeación y Política Ambiental de la SEMARNAT (3). Así, la evaluación del proyecto se queda en casa y se crea el escenario perfecto para no realizar una evaluación real.
Si consideramos que este proyecto, que se vende como la referencia global en sustentabilidad, no sólo contempla la construcción de un aeropuerto sino de un nuevo polo poblacional (Aerotrópolis), centros de salud e instituciones educativas, un bosque metropolitano de 670 hectáreas de especies exóticas, 12 proyectos viales con un total de 190.4 kilómetros, entre los que se encuentra un segundo piso de 18 kilómetros sobre el Viaducto Río Piedad y la Autopista Urbana Oriente sobre Xochimilco e Iztapalapa (4), podemos inferir que el impacto ambiental no será únicamente local sino que tendría un efecto acumulado, sinérgico y a largo plazo sobre el Valle de México. Este impacto regional es el que, nosotros los ciudadanos, exigimos conocer porque de otra manera no sabremos si los supuestos beneficios serán mayores que los perjuicios. Con el fin de que los proyectos sean autorizados, existe una tendencia a presentar proyectos fragmentados. Es decir, las grandes obras con altas implicaciones ambientales son sometidas a evaluación de impacto ambiental de manera fragmentada, de modo que se pueda ocultar el verdadero impacto acumulado. Por ejemplo, la MIA contempla la construcción del aeropuerto y menciona el desarrollo de Aerotrópolis, pero lo único que declaran es que tendrá una extensión de 375 ha y que ofrecerá oportunidades para bienes raíces comerciales de clase mundial. La falta de información detallada es completamente inaceptable, pues las estimaciones en el consumo de agua potable del proyecto excluyen el desarrollo de Aerotrópolis.
Con este panorama, sólo nos queda esperar que la consulta pública sea la forma en la que las comunidades afectadas puedan ser tomadas en cuenta. Lamentablemente, este es un término meramente legal y bajo ninguna circunstancia busca vincular la opinión de las comunidades locales con la evaluación de un proyecto. La consulta pública es un periodo de 20 días hábiles (independientemente de la magnitud y tamaño del proyecto) en el que las comunidades locales deben leer y analizar la MIA (un documento muy técnico e intrincado) y dar sus opiniones, de preferencia con sustentos técnicos y científicos. Aún así estas opiniones no tienen un carácter vinculante con la decisión final. Existe otro detalle, y es que solamente son consideradas aquellas opiniones que tengan relevancia ambiental, es decir, la decisión de autorizar un proyecto no toma en cuenta ni el contexto social ni el económico de la región. Esto es algo completamente inaceptable dado que bajo este modelo, todos los proyectos estarán destinados al descontento, la lucha y el desgaste social.
Ante esta lamentable situación, nuestra única esperanza es que los proyectos sean evaluados por una entidad externa, objetiva y sin conflicto de interés. Desafortunadamente, estamos muy lejos de este escenario. Por ejemplo, en el caso del nuevo aeropuerto, la SEMARNAT es uno de los promotores y al mismo tiempo es la entidad que evaluará y dará el visto bueno final al proyecto. Esta peligrosa realidad en la que el Gobierno Federal es juez y parte provoca que proyectos como el nuevo aeropuerto se autoricen sí o sí, por encima de cualquier riesgo socio-ambiental. Por ejemplo, Juan José Guerra Abud (Secretario de Medio Ambiente) declaró que los bosques (el nuevo pulmón del Valle de México) que se pretenden crear alrededor del aeropuerto, se harán con cedro salado (Tamarix ramosissima) (5), una especie invasora de alto impacto negativo para la biodiversidad mexicana. Esta especie altera los regímenes naturales de inundaciones, modifica la dinámica de los ecosistemas, promueve la propagación de incendios y provoca la desecación de los cuerpos de agua (6). Me pregunto si la SEMARNAT no sabe que la introducción de especies invasoras es la segunda causa más importante para la pérdida de biodiversidad a nivel mundial.
En este contexto, la ciudadanía está completamente excluida y sin elementos para influir ni en la evaluación ni en la toma de decisión. Actualmente, el reglamento en materia de impacto ambiental es obsoleto, no es un instrumento de evaluación y se ha convertido en un mero trámite. El Gobierno Federal está aprovechando la mediocre situación de la legislación ambiental para imponer el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Esta penosa situación seguirá ocasionando, cada vez con más frecuencia, conflictos socio-ambientales en todo el país. No será, sino hasta que los ciudadanos exijamos que las prioridades de este gobierno estén en su lugar, que podremos transformar nuestra obsoleta e ineficiente legislación ambiental.
Twitter del Autor: @FerCordovaTapia