Como su propio nombre indica, el cambio climático es cada vez más cambiante. El aumento de las temperaturas medias es solo una de sus características. Junto con ella, se disparan los eventos extremos, una variabilidad climática que puede traducirse en tempestades, olas de frío, de calor, sequías, inundaciones, incendios…
Nada nuevo, en realidad. Siempre ha habido este tipo de eventos, y en ocasiones son “extremos”. La diferencia es esa triple faceta de intensidad, frecuencia y la dificultad para hacer pronósticos. Una suma de factores casi diabólica que dificulta enormemente hacer frente a sus consecuencias.
Una ruleta rusa
En efecto, los eventos extremos que el cambio climático nos trae son como una especie de ruleta rusa. Cuando pueden prevenirse ya están encima. O ni siquiera eso, pues por lo general se carece de mediciones y políticas de prevención.
Si por algo se caracterizan las consecuencias del cambio climático es por su virulencia, escala mundial y efectos globales. Sin embargo, los eventos extremos se producen regionalmente, son una especie de lotería y a diferencia de sus efectos a largo plazo (desertización del Mediterráneo, deshielo, aumento del nivel del mar y desaparición de ciudades costeras…) detectar desastres naturales inminentes resulta complicado.
Cuándo y dónde: la gran incógnita
¿Pero, qué los hace tan complicados de predecir? La mayor variabilidad climática conlleva una gran complejidad. Son muchos los factores que intervienen, y resulta muy complicado hacer pronósticos. O, lo que es lo mismo, existe una gran dificultad para conocer cuándo pueden ocurrir y dónde.
Además de los patrones asociados al cambio climático, algunos de ellos tan conocidos como el derretimiento de las capas de hielo y el consiguiente aumento del nivel del mar, inundación y destrucción de costas, se encuentran otros que no obedecen a patrones conocidos.
Al menos por ahora, la ciencia es incapaz de dar detalles pormenorizados sobre la extinción de especies, las lluvias torrenciales y ausencia de ella en lugares antes no existentes, nuevos mapas de enfermedades…
Estar preparados
Son tantas las pérdidas humanas y materiales que ocasionan los eventos extremos que su pronóstico es una absoluta prioridad. Se demandan respuestas desde el ámbito público y empresarial, lo que en ocasiones significa posibilidad de contar con recursos para lograrlo.
Pero ni aún así es posible. De este modo, las únicas respuestas viables para hacerle frente son las medidas que requieren enormes inversiones. Construcción de diques, modificación de la arquitectura urbana mediante proyectos mastodónticos y un sinfín de soluciones a medias que solo están al alcance de los países ricos.
Así las cosas, cuando excepcionalmente se hacen pronósticos de desastres naturales provocados por el cambio climático o, con más facilidad, por el fenómeno de el Niño, la reacción no siempre es posible. Solo contando con los recursos suficientes es posible plantear algún tipo de respuesta. De lo contrario, difícilmente se pueden paliar sus desastrosos efectos.
En los últimos años, es cierto, se ha avanzado mucho al respecto. Los modelos predictivos empleados cada vez son más certeros. Se logran integrar más indicios y el nivel de fiabilidad y de aciertos ha aumentado en algunos casos. Conforme se tengan más datos procedentes de satélites y otras fuentes será más fácil conocer el futuro.
Las certidumbres
Aunque el cambio climático no avise, no todo son incertidumbres. Muy al contrario, si algo define al calentamiento global son las predicciones a largo plazo como proceso irreversible. Sin marcha atrás.
El aumento de la temperatura media en el planeta es un hecho. A pesar del escepticismo que todavía existe, cada vez son menos los que dudan de que el cambio climático es una realidad. Y lo mismo puede afirmarse del cambio climático, de la emisión de los gases de efecto invernadero o de los cambios que se esperan en los eventos climáticos extremos.
Si el cambio climático es la variabilidad del clima provocado por las actividades naturales o humanas, su manifestación y demostración más evidente es al incremento promedio de las temperaturas terrestres y marinas globales.
Aunque la Tierra ha aumentado una media de 0,85 grados centígrados desde finales del siglo XXI, pero no afecta por igual a todo el planeta. Mientras las regiones del hemisferio norte se han calentado, -y lo han hecho con mayor intensidad las más cercanas al Ártico-, ha ocurrido justo lo contrario en el hemisferio sur.
Algunas zonas de estas latitudes incluso se han enfriado. Son constantes que obedecen a los ciclos climáticos. Es decir, se trata de un efecto irregular y desigual dentro de un escenario global de temperaturas al alza. Una constante que provoca consantes imprevistos en forma de eventos extremos, valga la redundancia.
La zona del planeta que más rápido se calienta es el Ártico. Al ritmo actual de emisiones de gases de efecto invernadero, el hielo marino estival pronto será un simple recuerdo. Según la mayoría de las previsiones, ocurrirá dentro de este mismo siglo.
Los expertos advierten que las soluciones pueden detener el avance del cambio climático. Su freno, sin embargo, no significa una marcha atrás. No nos queda mucho tiempo para encontrar soluciones, y es precisamente por ese progresivo empeoramiento. Reaccionar, en fin, no es otra cosa que retrasar el momento en el que la situación se nos escape de las manos.
En este sentido, el cambio climático sí avisa. La certidumbre de su existencia implica un avance que solo puede detenerse reduciendo las emisiones provocadas por un rápido proceso de industrialización. De no tomar medidas efectivas en las próximas décadas, la suerte estará echada y la moneda en el aire.